Con la globalización y, más concretamente, con el descomunal aumento del poder fáctico de actores no estatales –en concreto, las empresas multinacionales–, estamos asistiendo al desmantelamiento del Estado de bienestar. Aún más grave es que se tambalee también el Estado de derecho, al haberse creado espacios cada vez mayores en los que ni la legislación estatal ni el derecho internacional consiguen imponerse por los medios de control tradicionales.
Uno de los ámbitos donde el deterioro es mayor es el del trabajo, muy condicionado por la espiral a la baja que imponen las cadenas mundiales de suministro y por los cada vez más numerosos acuerdos de libre comercio que propulsan un proceso de integración regional –denominado también regionalismo– que escapa al control de los Estados y, por consiguiente, también al control ciudadano.
Un término se está imponiendo ya a escala mundial en el ámbito de la investigación jurídica, para definir un nuevo ámbito de estudio: el derecho transnacional en general, y el derecho transnacional del trabajo en particular.
Qué es el derecho transnacional del trabajo
No ha de confundirse con el derecho internacional del trabajo, que está constituido por un corpus de normas internacionales negociadas durante algo más de un siglo dentro del sistema multilateral: en su mayor parte, los convenios internacionales del trabajo, así como las recomendaciones y declaraciones adoptadas mediante negociación tripartita en el marco de la OIT. Sin embargo, los Estados tienen la potestad de ratificarlas o no, por lo que esas normas solo mantienen su valor moral en el territorio de los países no ratificantes.
Lo que los juristas han acuñado como derecho transnacional del trabajo es un corpus mucho más amplio que incluye todas las normas que acabamos de citar, pero también muchas otras que se han ido elaborando en el contexto de los procesos de integración regional (como la UE o el Mercosur), de los acuerdos de libre comercio o incluso de la denominada responsabilidad social de las empresas.
Según lo definía el profesor de derecho Ojeda Avilés en 2013:
« ...Transnacional implica una mirada horizontal a las instituciones mundiales, algo muy distinto a internacional como sinónimo de interestatal (...). Y en ello no solo tiene que ver el cansancio de los expertos al ver los excesos con que se comportan los gobiernos en sus relaciones con otros gobiernos, sino el nuevo protagonismo de las empresas multinacionales, tan poderosas o más, a veces, que los propios gobiernos, y las nuevas formulas de regulación privada de las relaciones económicas y de producción. En ese núcleo encuentra su asidero el Derecho Transnacional del Trabajo, porque en el breve lapso de veinte años hemos visto ocupar el espacio jurídico a las multinacionales y a sus fórmulas de interacción con otros sujetos, de entre los que también ha experimentado un enorme auge el sindicalismo internacional».(1)
Desde la ciudadanía y la militancia parece importante entender ese salto de lo estatal/multilateral a lo transnacional, y lo que implica: ¿es un avance para recuperar los derechos y el poder de negociación perdidos o representa en realidad una capitulación y, por consiguiente, un retroceso?
A simple vista, ese espacio parece darles todavía más poder a las multinacionales: la mirada horizontal significa que se contemplan en el mismo plano el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y los grupos arbitrales ad hoc en virtud de los acuerdos comerciales, las normas internacionales del trabajo y los códigos de responsabilidad social corporativa.
Sin embargo, la línea de investigación que ha definido ese espacio jurídico transnacional, «híbrido» y «plural», se reivindica «contrahegemónica», pues trata de poner de manifiesto sus desequilibrios y disimetrías y de concebir soluciones jurídicas para promover la justicia social.
La Revista Internacional del Trabajo acaba de publicar un número monográfico dedicado a los Futuros transnacionales del derecho internacional del trabajo,(2) editado por Adelle Blackett, célebre jurista laboral canadiense y una de las principales defensoras de este enfoque. Blackett coeditó asimismo un «manual de derecho transnacional del trabajo», obra coletiva publicada en 2016(3). Veamos lo que nos dicen estos investigadores del espacio transnacional.
La gobernanza transnacional de lo económico impide la gobernanza nacional de lo social
Parafraseando a Polanyi(4), para quien «el laissez-faire fue planificado», Blackett afirma que el encuadre de la gobernanza del comercio a nivel transnacional –concretamente, a través de los acuerdos multilaterales de libre comercio y de los espacios geopolíticos que conforman– también ha sido planificado para dejar fuera los aspectos sociales.
Lo que Polanyi llamaba «doble movimiento» en el marco de la socialdemocracia, era y es, según la autora, una yuxtaposición: por un lado, el liberalismo económico, que se desarrolla y gobierna desde un plano transnacional, y por el otro la dinámica estatal de la protección social y medioambiental, que tiene –o tenía– lugar en un plano exclusivamente nacional. En realidad, continúa, en ese «pacto» que representó la socialdemocracia entre objetivos sociales y económicos solo participaba un puñado de Estados nacionales afines y poderosos, que lo hicieron prevalecer en detrimento de otros, en concreto, los pueblos colonizados. En efecto, los beneficios que ese puñado de gobiernos extraían de la colonización les ayudaban a mantener las prestaciones sociales de sus ciudadanos nacionales. Por esa razón, una vez alcanzada la independencia, las colonias siguieron sometidas desde ese plano transnacional comercial y, aun siendo ya soberanos, nunca pudieron otorgar las protecciones que sus antiguas metrópolis daban a sus propios ciudadanos (a pesar de que desde el multilateralismo de organizaciones como la OIT se les exigía, considerando que era una cuestión de capacidad institucional y de voluntad política).
Otra de las ideas interesantes de Blackett es que, cuando el principio regulador es la libre competencia, los Estados no evolucionan convergiendo unos con otros, sino manteniendo sus diferencias, en detrimento de los ciudadanos más vulnerables de los Estados más débiles.
Crítica del internacionalismo como instrumento del capital
A partir de estas ideas, Blackett ofrece una interesantísima crítica del internacionalismo, de nuevo contextualizada históricamente, partiendo de la denominada Escuela de Ginebra en los años treinta del siglo pasado: «Esta primera generación de neoliberales actuó para asegurar que el mercado volviera a delimitarse, aunque no para promover la humanidad y la justicia social (...) sino para impedir los proyectos estatales de redistribución igualitaria y garantizar la competencia».(5)
El régimen internacional establecido tras la Segunda Guerra Mundial se concibió para dar cabida a las políticas del Estado de bienestar en ciertos países, pero no para plantar cara al desmantelamiento de esas políticas a escala transnacional, que es lo que viene sucediendo desde hace unas décadas.
Blackett no entra en un análisis geopolítico (como buena académica, se restringe a su área de conocimiento, el derecho) y, por consiguiente, obvia la presión que el socialismo histórico ejerció sobre ese «puñado de Estados» –todos occidentales– que desarrollaron el pacto del liberalismo integrado. Tampoco menciona la influencia de la caída del Muro de Berlín en el hecho de que la intensificación de la integración económica mediante la expansión de los acuerdos multilaterales y regionales de comercio e inversión no haya dado lugar a una intensificación proporcional de las políticas de bienestar social. Aunque sí muestra una evolución del regionalismo en detrimento de los derechos sociales.
El fracaso anunciado de las cláusulas laborales en los acuerdos comerciales
Blackett realiza en su artículo un minucioso análisis del primer caso de controversia (concretamente, entre Estados Unidos y Guatemala) abierto en virtud de una cláusula laboral de obligado cumplimiento en un acuerdo de libre comercio, el CAFTA-DR,(6) y muestra cómo el propio tratado podría haber estado concebido para fracasar en su intento de lidiar con las violaciones de los derechos humanos, a pesar de sus cláusulas laborales.
De hecho, las organizaciones sindicales y cívicas que presentaron las primeras denuncias hicieron referencia explícita a casos de violencia antisindical sistemática de la mayor gravedad (asesinatos de sindicalistas, amenazas de muerte a dirigentes sindicales y a sus familiares, denuncias desoídas de intimidación, negación de la entrada de inspectores del trabajo) que jamás fueron abordados por el grupo arbitral encargado de considerar el caso. El grupo no tuvo ninguna dificultad en centrarse en cuestiones de procedimiento, dejando la controversia básicamente irresuelta y a las víctimas, sin reconocimiento ni indemnización, en el mismo clima de impunidad y temor.
Ante esta situación, la mayoría de los analistas del caso llegaron a la conclusión de que este tipo de acuerdos no son, finalmente, el ámbito adecuado para tratar los problemas laborales y promovieron un refuerzo del ámbito estatal/nacional. Blackett se inclina por lo contrario: crear el espacio para un regionalismo social, es decir, para que las cuestiones sociales puedan tratarse correctamente a escala transnacional y romper así la asimetría que crea la yuxtaposición comercio transnacional/trabajo nacional que está paralizando el avance de los objetivos sociales.
El regionalismo social, ¿verdadera alternativa?
Así pues, se plantean dos posibilidades: la primera es reforzar el enfoque estatalista y el sistema multilateral reafirmando las fuentes del derecho internacional nacidas de un proceso de negociación interestatal y tripartito, frente a las puramente privadas, como los códigos de responsabilidad social de las empresas, o las citadas cláusulas laborales, en vista de la incapacidad de hacerlas cumplir.
La segunda posibilidad es el regionalismo social, es decir, que el trabajo deje de considerarse una cuestión de gobernanza puramente nacional y se aborde plenamente desde el plano transnacional, profundizando las famosas cláusulas laborales en los acuerdos de libre comercio a distintos niveles:
- a la hora de negociar las propias cláusulas y todo el texto de los acuerdos;
- a la hora de interpretarlas, aplicando un enfoque basado en la Convención de Viena que tenga en cuenta el contexto, y no solo los hechos desnudos (esto supondría una forma de «examen judicial» de la aplicación de la legislación nacional a escala transnacional);
- incluyendo cláusulas de redistribución de los beneficios del comercio, para que este se reorganice también desde el plano transnacional (por ejemplo, que una parte de los beneficios anuales obtenidos del comercio se destine a redistribución, que los derechos de seguridad social sean transferibles de un país a otro o que se contemplen también objetivos de desarrollo en sentido amplio).
Así, lo regional no sería un espacio intermedio entre lo nacional y lo internacional, sino «una forma de configurar lo transnacional y de actuar en dicho espacio, más allá y a través de los Estados».
«El regionalismo social –continúa Blackett– nos reorienta hacia un “restablecimiento” de la socialdemocracia en la gobernanza económica transnacional». En un contexto de ultracapitalismo, quizás podría considerarse un paso adelante. Pero, ¿lo es verdaderamente?
En realidad, no hay nada realmente nuevo en esas propuestas. Esa es la labor que vienen haciendo las organizaciones del sistema multilateral de las Naciones Unidas, salvo que, en la propuesta de Blacket, las obligaciones sociales y fiscales se garantizarían condicionando el intercambio comercial a su cumplimiento, en lugar de dejarse virtualmente a expensas de la buena voluntad de los miembros de las organizaciones internacionales. Sin embargo, ello podría suponer también un desplazamiento del centro de decisión hacia el ámbito privado de los grandes poderes fácticos internacionales.
En cuanto al enfoque interpretativo más amplio, también se aplica en la actualidad. De hecho, en otro de los artículos del número monográfico de la RIT, el de la jurista francesa Robin-Olivier, se analiza jurisprudencia en ese sentido en el contexto europeo. De nuevo, en el caso de los acuerdos de libre comercio, supondría un desplazamiento del poder judicial desde los actuales tribunales regionales e internacionales de derechos humanos hacia grupos arbitrales constituidos en virtud de las propias quejas o circunstancias.
Una mirada desde las bases
Observemos lo que pasa en ese espacio transnacional dominado por las multinacionales tomando los datos de la controversia entre Estados Unidos y Guatemala en el marco del CAFTA-DR desde la perspectiva de las bases:
- Siete trabajadores son asesinados en un puerto de Guatemala del que parten mercancías hacia Estados Unidos, en el contexto de una violentísima estrategia antisindical para mantener ciertas condiciones de trabajo en dicho puerto.
- Ante la gravedad de los hechos –y de las amenazas que representan para todos los demás trabajadores y dirigentes sindicales– y ante la impunidad reinante en el país, el sindicato guatemalteco se pone en contacto con algunos de sus homólogos y juntos contactan a la Federación Estadounidense del Trabajo, la cual, en nombre de cinco organizaciones sindicales de ambos países en total, presenta una reclamación a la Oficina de Asuntos Comerciales y Laborales de Estados Unidos.
- Dicha Oficina, a su vez, interpone queja en virtud de un acuerdo de libre comercio firmado por ambos países y otros cinco más, el CAFTA-DR.
- Se forma un grupo arbitral ad hoc con «expertos independientes» elegidos por el órgano de administración del propio acuerdo.
- Para que la queja sea siquiera admisible, el grupo debe demostrar que hubo incumplimiento sistemático de la legislación laboral «de un modo que afectó al comercio entre ambos países». La discusión parte pues en este sentido y los hechos iniciales se olvidan, anegados bajo un aluvión de consideraciones de procedimiento.
- En ningún momento los trabajadores tienen posibilidad alguna de expresarse durante el proceso.
- Nueve años después de la presentación de la queja original, el caso se cierra, irresuelto. Y sin el más mínimo cambio en las terribles condiciones de trabajo en el puerto exportador guatemalteco (y en toda Guatemala).
Varias cuestiones parecen absurdas cuando el relato se resume en esos términos:
- que la admisibilidad de una denuncia por un atentado a la vida humana –el primer derecho humano fundamental– dependa de que se haya producido «de un modo que afecte al comercio»;
- que, ante el asesinato de los trabajadores, sus representantes deban recurrir a sindicatos de un tercer país, con intereses comerciales en sus condiciones de trabajo, y a un órgano oficial del mismo a través de semejante farragoso protocolo;
- que las víctimas no sean oídas en ningún momento y todos los recursos sindicales desplegados en dos países no logren ni siquiera el reconocimiento de los crímenes en el proceso arbitral;
- que tras nueve años de diatribas, la situación no cambie en lo más mínimo.
¿Serán las soluciones que propone el regionalismo social suficientes para restablecer siquiera el equilibrio de fuerzas en este contexto, no hablemos ya de hacer justicia?
Cierto es que la integración regional es un «proceso generador de un orden político» y las iniciativas de refuerzo de lo estatal corren el riesgo de ser ilusorias. Según Blackett y Trebilcock, la «diada Estado-nación-derecho internacional no está respondiendo al reto que plantean en la actualidad los movimientos de capitales, bienes y servicios.(7)
Además, los enfoques estatalistas no tienen en cuenta la asimetría cada vez mayor entre socios comerciales. Esa es la razón por la que las controversias que se plantean en este marco de los acuerdos comerciales entrañan con frecuencia un Estado del «primer mundo» –Estados Unidos, o la UE– denunciando violaciones de los derechos laborales en el «tercer mundo» –Guatemala, Bangladesh–, es decir, en países con problemas estructurales y sin capacidad distributiva. Reforzar las respuestas exclusivamente estatales acentuaría esta asimetría, según Blackett.
Si bien el análisis de los problemas que hacen estas investigadoras me parece muy crítico y diáfano, desde la perspectiva de una trabajadora militante no llego a ver claras las propuestas de solución. He aquí las razones.
Posibles puntos débiles del regionalismo social
Sin cuestionar la necesidad de actuar en el ámbito transnacional, como en cualquier otro frente en el que haya que defender los derechos de la inmensa mayoría (y de unas cuantas minorías), existen tres problemas fundamentales que plantean dudas sobre la eficacia de este enfoque para la acción.
El regionalismo social no cuestiona la primacía de lo económico sobre lo social
Todo el planteamiento del regionalismo social, tal como se desarrolla en ese y otros artículos de la autora, trata de «la gobernanza de lo social en lo económico», es decir, no llega a invertir los términos, no pone en duda la primacía de lo económico sobre lo social. Ni siquiera cuestiona la propia existencia de estos acuerdos de libre comercio, a pesar de lo que representan en la actualidad.
En efecto, ante la crisis social y medioambiental, cada vez se cuestiona más que sea cabal continuar con intercambios comerciales que inciden, en su mayoría, negativamente en el cambio climático y están desestabilizando a las sociedades (véase el ejemplo del conflictivo acuerdo UE-Mercosur, bien analizado por El Salto Diario)(8). Y no bastará, para paliar sus nefastos efectos, con incluir unas cuantas cláusulas sociales y medioambientales en acuerdos que suponen en sí mismos consecuencias catastróficas en dos esferas tan esenciales.
Esta es la primera capitulación, en mi opinión.
La representación de los trabajadores y ciudadanos está por resolver
La propia Blackett reconoce que el tema de la representación de los trabajadores plantea problemas: ¿cómo se articulará la participación democrática y la democracia industrial en ese lejano espacio transnacional, cuando está perdiendo terreno en espacios más próximos al ciudadano de a pie? Y con esta cuestión sin resolver, ¿cómo puede hablarse de «solución»?
Por supuesto que hay acción sindical y cívica en el plano transnacional, pero el desequilibrio de poder es descomunal. En otro artículo del número monográfico de la RIT (el de Anne Trebilcock) se analizan las iniciativas que tuvieron lugar tras el derrumbe del edificio Rana Plaza en Bangladesh en 2013 para mejorar las condiciones de trabajo en el sector de la confección e indemnizar a los trabajadores. La autora las denomina «experimentos» porque fueron gestionadas por actores inusuales y desde postulados y perspectivas netamente privadas. De hecho, aunque la presión de la sociedad civil mundial logró que muchos trabajadores recibieran compensación, las empresas se negaron a utilizar términos como «indemnización» en los planes al respecto, que ni siquiera se llamaron «planes» o «acuerdos», sino «arreglos» («arrangements»). Hubo que evitar todo término que recordara que eran en realidad responsables del desastre y, por consiguiente, pasibles de cargos penales. Ni que decir tiene que nunca hubo juicio alguno. Por todo ello, los «experimientos» no pueden conceptualizarse más que como un acto (¿magnánimo?) de caridad por parte de los perpetradores de los abusos y los crímenes.
Se abre la mano a la «justicia privada», sin tercero imparcial
La tercera capitulación tiene que ver con el margen que el derecho transnacional del trabajo da a la regulación privada.
Blackett sostiene que el corpus actual de normas internacionales del trabajo sigue «cautivo de un modelo estatalista, desde la adopción hasta la ratificación, un problema central del que trata de escapar el derecho laboral transnacional». Insiste mucho en que el derecho transnacional del trabajo tiene vocación contrahegemónica y nace con el objeto de hacer frente a las relaciones asimétricas actuales. Sin embargo, para alcanzar esos objetivos apela a «una multiplicidad de entornos institucionales, desde los tribunales regionales de derechos humanos hasta las instituciones comerciales y financieras multilaterales y las iniciativas de responsabilidad social de las empresas».
Los mecanismos privados de control del cumplimiento –como los grupos arbitrales ad hoc en virtud de tratados de libre comercio– no pueden resultar efectivos en su cometido porque son, utilizando los términos del gran jurista francés Alain Supiot, «autorreferenciales», es decir, no se les aplica el principio democrático de la separación de poderes, de forma que carecen del «tercero imparcial» que puede garantizar la justicia y el cumplimiento de los acuerdos o las leyes.(9) Esos son los mecanismos que, en ese espacio transnacional, están compitiendo con los regímenes jurídicos nacionales –donde este tercero imparcial está representado por el poder judicial independiente–, y con los multilaterales –donde el tercero imparcial está representado por los tribunales internacionales de justicia u órganos como el Comité de Libertad Sindical de la OIT.
Además, el corpus de normas de tan diverso calibre que está surgiendo en el marco del derecho transnacional del trabajo implica una dispersión, una dilución de principios y una participación de los intereses privados en el propio ejercicio de regulación que podrían estar favoreciendo lo que Alain Supiot denominó precisamente «law shopping»: en efecto, los sistemas judiciales y jurídicos nacionales e intergubernamentales «compiten» con todos estos espacios arbitrales que van surgiendo en virtud de los distintos acuerdos y contextos comerciales, los cuales pueden permitirse supeditar la admisibilidad de una queja por asesinato al hecho de que «afecte al comercio entre dos miembros».
Otro ejemplo de esa peligrosa incursión privada en el ámbito de la justicia, y de cómo el concepto del derecho transnacional le abre la mano, se pone de manifiesto en el artículo de Millman y Sagy sobre el trabajo penitenciario, en ese mismo número monográfico de la RIT. Se defiende abiertamente que la OIT ha de renunciar a su enfoque dualista del trabajo forzoso (permitido en las prisiones si el Estado es el gestor, o prohibido en instituciones penitenciarias privatizadas o gestionadas por entidades privadas) y «aceptar la realidad», es decir, la «proliferación de contextos carcelarios híbridos público-privados» en muchos de sus países miembros (como Estados Unidos, Australia, Alemania...). Una posibilidad evocada por los autores es que se prohíba el trabajo forzoso también en los centros penitenciarios estatales. Sin embargo, argumentan, ello agravaría el conflicto y la crisis de credibilidad de la organización, por lo que recomiendan más bien que se aplique a todos los contextos su «marco híbrido», o «matriz conceptual», basado en indicadores de trabajo forzoso.
De nuevo en este caso tanto el enfoque como la solución parecen pasar por alto lo esencial: aunque parezca que se trata de una problemática marginal, lo que está en juego es defender un derecho humano fundamental, a saber, la dignificación del trabajo libremente elegido en cualquier circunstancia, gracias a la eliminación del trabajo forzoso.
En conclusión
El espacio transnacional existe, conformado por todo un tejido de relaciones políticas, económicas y sociales que tienen lugar más allá de los Estados, y no exclusivamente entre los Estados. Hay pues en él zonas francas, burbujas al margen del control democrático ciudadano o del control internacional ejercido por el sistema multilateral. Las burbujas son el reino de la «mano invisible que mueve el mercado», aquella que planificó el laissez-faire, como dijera Polanyi y recuerda Blackett, para hacer del Planeta Tierra su patio trasero. O su estercolero.
Los investigadores sociales y jurídicos han definido como objeto de estudio el Derecho Transnacional del Trabajo, en tanto que conjunto de normas emitidas y adoptadas indiscriminadamente por los diferentes actores del espacio transnacional, estatales y no estatales. Su objetivo es descifrar ese espacio críticamente. Su análisis se pretende contrahegemónico, pues trata de identificar las asimetrías de poder entre los distintos actores –también entre los Estados de los diferentes mundos (el «primero», el «tercero»...)– para permitir el gobierno de lo social en lo económico y defender la justicia social.
El regionalismo social es una teoría que trata de poner orden en ese espacio transnacional donde las lavadoras tronan en el salón y en la biblioteca conviven, en los mismos estantes, manuales de limpieza con los libros fundadores del Estado de derecho. La idea es articular el derecho vinculante con el no vinculante, los órganos de control imparciales con mecanismos arbitrales creados según lo exijan las circunstancias.
De esta forma, el regionalismo social trata de hacer penetrar en las burbujas transnacionales los mecanismos de justicia social del multilateralismo. De hecho, estos mecanismos –Cartas de derechos fundamentales y órganos judiciales, de negociación o de control independientes para hacerlas cumplir– siguen activos, con más o menos eficacia real, en los espacios que todavía son impulsados –al menos en la forma– por los Estados.
Sin embargo, en las burbujas dominadas por la mano invisible todavía no se ha dilucidado dónde y cómo establecer la mesa de negociaciones para que los intereses plurales de los que viven –o están obligados a vivir— en ese espacio se armonicen con justicia. Es decir, en la mansión transnacional, «el servicio» sigue viviendo en el sótano sin derecho ni a la dignidad ni a la palabra.
Las estrategias que propone el regionalismo social para hacer valer la justicia –sin representación real, de momento, de los justiciables– no llegan a romper el «mercado total»: poner en un mismo cajón de sastre a los códigos corporativos de responsabilidad social y a las normas internacionales del trabajo no hará sino fragilizar estas últimas. Idem si no cuestiona la esencia misma de esos mecanismos arbitrales ad hoc, que no son ni una mesa de negociaciones ni un verdadero tercero imparcial. Para que un acuerdo de libre comercio esté realmente supeditado a los objetivos sociales y medioambientales, sus cláusulas al efecto deben poder ser sometidas a órganos de justicia independientes en los que los justiciables tengan su debida representación. Ese sería el único modo de invertir los términos, y de que lo social impere sobre lo económico.
Y es así como, con la mera definición de un campo de estudio –esa amalgama normativa que conforma el derecho transnacional del trabajo– se corre el riesgo de estar aceptando lo inaceptable.
La imperiosa necesidad de encontrar soluciones a la situación actual de los trabajadores –es decir, de la inmensa mayoría de la población mundial– no debe llevarnos a un optimismo engañoso: el espacio transnacional está dominado por los mismos mecanismos poderosos que cooptaron el multilateralismo desde sus inicios y que hoy zapan el poder soberano de los Estados. Por eso, la actuación en dicho espacio geopolítico transnacional no debe suponer una renuncia a los mecanismos tripartitos multilaterales, democráticos y de justicia social tan duramente construidos. Tampoco debe contribuir a seguir fragilizándolos.
Los trabajadores habitamos el espacio transnacional sufriendo los abusos de poder, pero también actuando. En las cadenas mundiales de suministro, el sindicalismo internacional ha superado fronteras hasta conseguir una tímida penetración de la negociación colectiva en una de estas burbujas con los acuerdos marco internacionales. En lo que respecta a los acuerdos de libre comercio, las cláusulas laborales son un fracaso, pero la presión es fuerte ahora para poner en tela de juicio su existencia misma a causa de sus nefastas repercusiones sociales y ecológicas.
Otra vía prometedora es la colaboración entre activismo sindical y civil. La estrategia de «acusar y avergonzar» («name and shame») ha conseguido frenar los desmanes de las multinacionales en casos concretos, pero de nuevo está siendo cooptada por estas con sus famosos códigos de responsabilidad social, con fuerte poder de blanqueo.
Una tercera vía está cobrando fuerza: la toma de conciencia de nuestra identidad de consumidores nos dota de un gran poder en las burbujas. El reto está en conseguir masa crítica. A ello nos empuja, peligrosamente, la crisis climática.
Lola Illamel, PCE Exterior, Agrupación de Lyon
(1) Antonio Ojeda Avilés, Derecho Transnacional del Trabajo (Valencia: Tirant lo Blanch, 2013).
(2) Véase: https://onlinelibrary.wiley.com/journal/15649148
(3) Research handbook on transnational labour law, editado por Adelle Blackett y Anne Trebilcock (Cheltenham (UK)/Northhampton (EE.UU.): Edward Elgar Publishing Ltd., 2015).
(4) Polanyi fue uno de los mayores críticos del liberalismo económico, y también uno de los grandes reformuladores de la socialdemocracia, corriente en la que Blackett se integra explícitamente. Su obra más conocida es “La gran transformación”.
(5) De hecho, la Escuela de Ginebra contribuyó al fracaso de la primera tentativa de establecer una «organización mundial del comercio», en virtud de la Carta de La Habana, que habría sido mucho más social de lo que nunca fue el GATT o lo es ahora la OMC.
(6) http://www.sice.oas.org/trade/cafta/caftadr/caftadrin_s.asp
(7) Ver la nota 3.
(9) Alain Supiot desarrolló estas ideas en su última clase magistral impartida en el Collège de France: https://books.openedition.org/cdf/7029?lang=es